Antes de empezar la crónica, una pregunta que me hice a mí mismo esta mañana. ¿Quién me iba a decir que acabaría prefiriendo desayunar un tomate en lugar de un bol de cereales con leche bien fría? Putos desayunos turcos que te cambian costumbres de toda una vida...
Empezamos.
>>Y así, el bus de Kamil Koç acabó llegando, se dieron los últimos abrazos y cada uno fue entrando poco a poco en el vehículo. Chema, Clara, Álvaro, Maite, Elena y yo les echamos el último vistazo al grupito que nos fue a despedir y el autobús arrancó. A muchos los veríamos en un par de semanas, en otros casos, pasarían unos meses para que se diese el reencuentro. En unos pocos, el asunto se veía bastante jodido.
Nosotros nos sentamos y muchos lloraron. Elena, que odiaba hacerlo, acabó soltando, cabreada, el comentario de la noche: "Y encima no puedo llevarme al puto conejo".
Y es que Iberia, por desgracia, parecía morirse de ganas por gritarle a la cara -a la manera gandalfiana- aquello de "No puedes pasar", al pobre Patso. Y la pobre se lo tuvo que regalar a una chica turca. Solo espero que esa mujer lo trate bien. Nunca un animal me enterneció tanto con sus caquitas.
Poco a poco, cada uno fue dejando de llorar, pero todos seguimos callados, cada cual pensando en sus cosas y con la mirada perdida. Para los que vayan un poco adelantados con el libro, en alguna parte leerán una idea que le robé a Pérez-Reverte, la de la incertidumbre del territorio: no darte cuenta de que viajas, porque lo haces demasiado rápido.
En el asiento de aquel autobús empecé a pensar que lo que yo sentía era incertidumbre del final: no darme cuenta de que me iba. Tal vez porque llevo toda mi vida viviendo a caballo entre Galicia y Las Palmas, y me he acostumbrado a las despedidas. Ahora sospecho que porque no quería hacerme a la idea.
Después, las risas y las bromas volvieron entre nosotros, y a la media hora cada uno estaba a lo suyo: música, libros o reflexionar sobre la quintaesencia humana mirando por la ventana. Acabamos llegando a Estambul sin haber conseguido dormir más de una hora seguida. En la estación, solo tuvimos que caminar unos pocos metros para alcanzar el transporte que nos llevaría al aeropuerto, que resultó ser un ridículo bus en miniatura.
Yo estudié la situación, que se me antojó como un problema matemático.
Yendo el vehículo prácticamente lleno y careciendo de maletero, a 6 personas que todavía debíamos entrar, con 2 maletas XXL cada uno, más una mochila de mano, ¿a qué velocidad se chocarán la estupidez del conductor con la realidad?
Pero tuve que hacer alguna suma mal u olvidarme de algún cero, porque el conductor demostró un envidiable manejo de la vision tridimensional y el almacenaje de maletas. Posiblemente debido a las interminables horas que dedicó a jugar al tetris, en lugar de estudiar el puto bachillerato y trabajar en algo más de provecho para la humanidad.
Para mi desgracia, no contaba con que el chófer en cuestión tendría poderes telepáticos, y habiendo escuchado estos pensamientos en mi cabeza, se vengó a su manera. Me dejó de pie, obligándome a agarrarme a barras de metal que sobresalían (sin ningún sentido) del interior del autobús. Y así, con el culo bien apretado, tragando saliva, y con mi maleta moviéndose violentamente de un lado para otro, el conductor puso una canción y empezó su huida imaginaria de la policía estambulita. ¿Que cuál era la canción?
Y en vista de que la entrada me ha quedado más larga de lo que pensaba, dejaremos lo del Duty Free: puedes entrar, pero no salir para cuando vuelva de San Juán.